UNA PENA EXTRAORDINARIA
Mañana, al amanecer, voy a ser ejecutado. Aquí, para peor,
consideran que el primer albor que comienza a verse en el horizonte es ya el
amanecer, sin que haga falta esperar a que el sol aparezca en el cielo. Por
eso, presumo, establecieron las seis en punto de la mañana como hora exacta
para proceder a mi ejecución: a esa hora (estamos en mayo) no va a ser
cabalmente de día; más bien va a estar, como se suele decir, clareando. Para
cuando sea de día. cabalmente de día. yo voy a estar muerto.
Nadie dice, desde luego, que mañana, al amanecer, me van a matar.
Dicen, a veces, que me van a ajusticiar (es decir, que me van a aplicar la
justicia; pero también a quien es declarado inocente, siempre y cuando lo sea y
no se valga de un falso ardid para parecerlo, se le aplica la justicia, y pese
a ello, no se dice de él que lo ajusticien). Lo que casi siempre dicen, como yo
lo he dicho recién, es que me van a ejecutar, y lo que me gusta de la expresión
(de la expresión, no del hecho) es que cuando se habla de una cosa, no de una
persona, cuando se dice que hay que ejecutar algo, y no a alguien, la idea es
la de hacer esa cosa: crearla o concretarla. Aplicada a mí, en este caso, la
palabra adquiere el sentido exactamente contrario.
En una celda estrecha y banal, una celda que no es ni
siquiera aquella en la que pasé los meses que demoró mi proceso y que llegó a
tener, inesperadamente, algo que ver conmigo, no hago otra cosa que esperar que
el tiempo pase. Estoy sentado en el camastro de metal, fumando; a través de los
barrotes y del cerrojo veo al guardián ir y venir. No tengo ganas de hacer nada.
Dentro de seis horas voy a ser ejecutado (acaban de dar las doce: hoy ya es el
día de mi muerte). Lo más extraño de todo es la forma en que se ha transformado
mi noción de futuro. Podría tratar de dormir, pero me parece inútil hacer algún
esfuerzo por dormir cuando dentro de un rato voy a entrar en lo que la expresión
vulgar, e incierta, denomina el sueño eterno. Podría tratar de leer algo, pero
tendría que ser algo breve: si empezara a leer una novela ahora, no llegaría a
terminarla.
De manera que estoy aquí, en la celda, recostado contra la
pared, los pies colgando, sin hacer nada. Espero y dejo que el tiempo pase,
pero la verdad es que no podría no esperar (para no esperar tendría que
suicidarme, pero son ellos, y no yo, los que deben encargarse de la ejecución),
ni podría tampoco evitar que el tiempo pase. Fumo, eso sí, y veo pasar al
guardia, de un lado para el otro, por delante de la puerta de mi celda: primero
nada, después su sombra, después él, después su sombra, después nada; y después
lo mismo, de nuevo, pero desde el otro lado.
Mi guardia, el que ahora es mi guardia, mañana, al amanecer,
es decir dentro de seis horas, va a ser probablemente mi verdugo (considero
verdugos a los que me van a llevar hasta la cámara, me van a hacer pasar, me
van a hacer sentar en una silla, me van a atar las muñecas y los tobillos con
poderosas correas, me van a palmear, van a salir de la cámara y van a cerrar
con toda firmeza una puerta gruesa e indudable: esos serán, para mí, mis verdugos,
y no el que se ocupe de bajar la palanquita para que la corriente me atraviese).
Este guardia, como toca a todo guardia, ahora me vigila, me custodia: vela por
mí. Mañana, sin dejar de ser mi guardia, va a convertirse también en mi
verdugo, y con el mismo aire sereno e indiferente con el que ahora me cuida, mañana
me va a matar.
Siento un poco de frío y me cubro las piernas con una manta
gris que hay a los pies del camastro (nadie podría suponer que un trapo tan
corto vaya a servirle a alguien que quiera taparse con él para echarse a dormir).
Lo único que se oye es el tintineo de las llaves que cuelgan, como es propio de
todo carcelero, de la cintura del guardia; sus pasos, en cambio, son
silenciosos, probablemente tenga suelas de goma y sea eso lo que da la impresión
de que algo falta a su taconeo enérgico y regular. Camina con las manos
cruzadas detrás de la espalda, como si estuviese reflexionando sobre algo, cosa
que dudo; sabe que lo miro cada vez que pasa por delante de la puerta de
barrotes, pero él nunca me mira a mí. Debe creer que, si me mira, voy a
hablarle, que algo voy a decirle, y entonces él tendría que contestarme o
dejarme sin respuesta, y como mañana, cuando salga el sol, yo ya voy a estar
muerto, mi guardia seguramente preferirá no haber estado conversando conmigo;
pero tampoco se sentiría bien, y de ahí su ajenidad, dejando sin respuesta a un
muerto inminente como yo. Entonces va y viene sin hablarme y sin mirarme, para
que tampoco yo le hable, y si en algún momento piensa en mí, ha de sentir
deseos de que de una vez por todas empiece a amanecer.
Hasta entonces, sólo queda esperar, y nadie supone que vaya
a pasar nada. Algo pasa, sin embargo: de pronto suena un timbre. Mi guardia le
avisa a otro, a quien yo no alcanzo a ver, y ese otro habla por un teléfono o
un intercomunicador o lo que sea. Oigo palabras sueltas de su voz confusa y
distante. Pasa un rato y mi guardia se aparta de la línea monótona de su
deambular; ahora sí se oyen pasos, y otra vez ruido de llaves, pero no el tintineo
de las llaves que cuelgan y chocan entre sí, sino el chirrido que hacen cuando
abren y cierran puertas.
Es un funcionario: viene a verme. Entra en la celda, por lo
que mi guardia, en lugar de retomar su ir y venir, se queda plantado frente a
la puerta (mira al piso: es su forma de vigilar la escena en general, sin que
parezca que se inmiscuye en la tarea del funcionario). El funcionario me da la
mano, me dice su nombre, me pregunta como estoy. La mano se la doy floja, su
nombre lo olvido y a la pregunta, por absurda, la paso por alto. Pero es
evidente que no hay nada que pueda quebrantar su amabilidad a ultranza: es
parte de la política de humanización de las ejecuciones. Quieren demostrar que
en todo momento, incluso al matarme, me consideran como persona (por esa razón
me evitan una muerte lenta. Siempre se asocia la electricidad con la rapidez,
de ahí el uso frecuente de frases que relacionan la luz o los rayos con la
velocidad y lo repentino; y es por eso que van a matarme con electricidad).
El funcionario cumple con su deber. Su deber es preguntarme
si acepto que venga un cura a verme, para poder así reconciliarme con Dios
antes de morir. No le digo que sí ni que no, no le digo nada, y el funcionario
entiende, porque también eso ha de ser parte de su deber, que esa nada
significa que no, que no me interesa que venga un cura a verme para así poder
reconciliarme con Dios, que hasta tal punto la cuestión me deja indiferente,
que ni siquiera me tomo la molestia de expresar mi negativa.
En ese caso, dice el funcionario, siempre con formas
amables, no me queda más que consultar cuál es su última voluntad. Yo que fui,
poco a poco, desprendiéndome de cada una de mis voluntades, yo que me deshice
de toda voluntad para poder así sentarme a esperar que den las seis de la mañana
y que amanezca, me encuentro de pronto con este funcionario que tiene el deber
de preguntarme cuál es mi última voluntad, y descubro así, no sin sorpresa, que
me queda, efectivamente, un deseo final, y advierto también, diré que con alegría,
que ese deseo no podrá serme negado. Yo pensé que, como es común decir, estas
cosas pasaban nada más que en las películas, pero lo cierto es que aquí han
venido a preguntarme por mi voluntad, cuál es mi voluntad, una voluntad que,
por ser la última, necesariamente va a cumplirse. Podría pedir una cena, un
puro, una botella de champagne; tal vez hasta podría pedir una puta: conseguirme
una que venga y sería como si yo no fuese a morir mañana, ha de ser también
parte de los deberes del funcionario.
Sin embargo, mi deseo es otro: mi deseo es volver a ver a
Lucía. Esa, le digo al funcionario, es mi última voluntad: ver otra vez a Lucía,
antes de la ejecución. El funcionario saca, solícito, una libreta y una
lapicera, y toma los datos (Lucía qué, domiciliada dónde, el teléfono cuál es).
Es el pedido final de un condenado a muerte, y la última voluntad de los
condenados a muerte ha de ser siempre concedida. Es decir que, aunque durante
casi dos años Lucía, a veces altiva y a veces rencorosa, persistió en el rechazo
de todo encuentro conmigo, esta noche, la víspera de mi ejecución, no podrá no
venir.
¿Sólo verla? — me interroga el funcionario, la lapicera
todavía encima de su pequeña libreta, como si también mi respuesta la tuviese
que anotar. ¿Sólo verla?, sí — le digo yo —. Conversar con ella. De manera que
ahora ya es otro el sentido de mi espera y de mi sensación del paso del tiempo.
Desde ahora, desde el momento en que el funcionario, cumplida la primera parte
de su deber, se despide con gentileza y se va, presuroso, a cumplir con la
segunda, lo que espero no es tanto la temprana claridad del cielo, aunque eso
va a llegar, irremediablemente, al fin y al cabo, sino el momento en el que
otra vez se oiga ruido de pasos y de cerrojos abriéndose, y sea Lucía la que
viene.
Ya no aguardo, como antes, sentado en el camastro, los pies
colgando sin tocar el suelo, ni calmo ni inquieto. Ahora también yo, al igual
que el guardia, ahí afuera, camino de un lado a otro. Yo dispongo, claro, de
menos espacio para desplazarme: –si parto de la puerta de la celda, apoyando la
espalda contra los barrotes, me bastan tres pasos para llegar hasta el inodoro
despojado; si parto, en cambio, desde la pared, no alcanzo a dar tres pasos y
estoy tocando el camastro. Lo mismo voy, con pasos largos, de un lado al otro,
y ya no pienso en la mañana de mañana, sino en esta misma noche. Pienso en Lucía,
que nunca quiso volver a verme y nunca quiso escuchar razones, pero que hoy
vendrá porque esa es mi última voluntad de condenado a muerte. Llegará, musitará
algo, se sentará en este borde del camastro, fumará; yo no voy a darle
explicaciones: voy a sentarme a conversar con ella, porque mañana, a las seis
de la mañana, me van a ejecutar, y no tengo otro deseo que ese.
¿Qué hora es? — le pregunto al guardia, y él, sin detenerse
y sin mirarme, se fija en el reloj y dice que más de la una. Una y cinco, una y
cuarto, no lo dice: dice más de la una, y entonces yo sé que faltan menos de
cinco horas, algo menos de cinco horas, para que se cumpla con mi ejecución. Tal
vez alguien se esté ocupando ya de algunos detalles técnicos, quién sabe; pero
aunque falte menos tiempo, y no podría ser de otra manera, mi impresión es que
ahora falta más, y no menos, para que den las seis.
Debo decir, para que no se crea que mi condición de
condenado me es indiferente, que la idea de morir tan pronto no deja de
apenarme. No es que tenga miedo del momento en que yo tiemble como un muñeco,
atado a la silla, porque eso es cierto que dura poco y me imagino que todo debe
acabar antes de que uno llegue a enterarse. Me apena morir tan pronto por las
cosas que voy a perderme. Pero también ocurre, y lo uno no quita lo otro, que
yo me había resignado a no volver a ver a Lucía y que también eso me tenía
siempre amargado (sin esa amargura, no habría pasado lo que pasó). Ahora que sé
que, por estar condenado a muerte, voy a volver a verla, me siento incluso
feliz: me siento dichoso, si es que tengo derecho a decirlo, y la ansiedad de
esperar a Lucía disminuye la angustia de la otra espera.
De pronto se oye el mismo timbre de antes, otra vez el
guardia que acude e interroga, de nuevo suenan pasos y llaves en los cerrojos y
puertas que se abren y se cierran. Yo estoy parado en el medio de mi celda,
aunque la celda es tan pequeña que tal vez no pueda decirse que tenga bordes y
tenga un centro. Miro hacia la puerta y no veo los barrotes, abro las manos,
tenso, como si alguien estuviese a punto de darme algo.
Detrás del guardia, que se acerca lento, viene el doctor
Valentinis. El doctor Valentinis es mi abogado defensor; yo, que deploro a los
abogados en general, deploro en particular al doctor Valentinis y al modo en
que se le junta saliva en la comisura de los labios cuando habla. Advierto la
euforia del doctor Valentinis, la forma estúpida de su contentura: aprieta los
puños, me abraza, me palmea, me dice: lo logré, lo logré. Yo lo miro con
desprecio: deploro, una y mil veces, al doctor Valentinis; sueño a menudo con
un mundo mejor, que no tenga abogados: un mundo aliviado, por ejemplo, del
doctor Valentinis.
— ¿No entendés, pibe? — me dice, ufano, socarrón —. ¡Lo
conseguí!
Detesto la jerga de los abogados, la detesto; es por eso que
empiezo a golpear, como un loco, los barrotes de la celda, hasta que el
guardia, presuroso ahora, viene a ver qué pasa, y entonces yo le exijo, con una
firmeza que, por alguna razón, el guardia acata, que se lleve de aquí al doctor
Valentinis: que lo saque de mi vista, le digo, apelando a la frase hecha, que
se lo lleve, que se lo lleve muy lejos. No quiero saber nada con el doctor
Valentinis, mi abogado defensor; no quiero oír esas buenas noticias que él cree
traerme, no quiero oír esas noticias dichas con las palabras ásperas y grises
que son propias de la jerga de los abogados: apelación, recurso, conmutación,
perpetua.