Las tretas del débil
por Josefina Ludmer
No hablaremos de la literatura
femenina con rótulos ni generalizaciones universalizantes. Con esto queremos
decir que rechazamos lecturas tautológicas: se sabe que en la distribución
histórica de afectos, funciones y facultades (transformada en mitología, fijada
en la lengua) tocó a la mujer dolor y pasión contra razón, concreto contra
abstracto, adentro contra mundo, reproducción contra producción; leer estos
atributos en el lenguaje y la literatura de mujeres es meramente leer lo que
primero fue y sigue siendo inscripto en un espacio social. Una posibilidad de
romper el círculo que confirma la diferencia en lo socialmente diferenciado es
postular una inversión: leer en el discurso femenino el pensamiento abstracto,
la ciencia y la política, tal como se filtran en los resquicios de lo conocido.
Hablaremos de lugares. Por un
lado, un lugar común de la crítica: la Respuesta de Sor Juana Inés de la Cruz a
Sor Filotea; por otro lado un lugar específico: el que ocupa una mujer en el
campo del saber, en una situación histórica y discursiva precisa. Respecto de
los lugares comunes (los textos clásicos, que parecen decir siempre lo que se
quiere leer: textos dóciles a las mutaciones), interesan porque constituyen
campos de lucha donde se debaten sistemas e interpretaciones enemigas; su
revisión periódica es una de las maneras de medir la transformación histórica
de los modos de lectura (objetivo fundamental de la teoría crítica). Respecto
del lugar específico, se trata de otro tipo de discordancia: la relación entre
este espacio que esta mujer se da y ocupa, frente al que le otorga la
institución y la palabra del otro: nos movemos, también, en el campo de las
relaciones sociales y la producción de ideas y textos. Leemos en esta carta
ciertas tretas del débil en una posición de subordinación y marginalidad.
Como se sabe, ésta es la
respuesta a la carta que le envió el Obispo de Puebla (con la firma de Sor
Filotea de la Cruz), quien había publicado por su cuenta un escrito polémico de
Sor Juana (contra el sermón de Antonio de Vieyra sobre las finezas de Cristo,
un escrito teológico y polémico) con el título de Carta Atenagórica. Juana
responde y agradece esa publicación. Narra algunos episodios de su vida ligados
con su pasión por el saber, y finalmente polemiza sobre la interpretación de
una sentencia de San Pablo que dice: callen las mujeres en las iglesias, pues
no les es permitido hablar.
La escritura de Sor Juana es una
vasta máquina transformadora que trabaja con pocos elementos; en esta carta la
matriz tiene sólo tres, dos verbos y la negación: saber, decir, no. Modulando y
cambiando de lugar cada uno de ellos en un arte de la variación permanente,
conjugando los verbos y transfiriendo la negación, Juana escribe un texto que
elabora las relaciones, postuladas como contradictorias, entre dos espacios
(lugares) y acciones (prácticas): una de las dos debe estar afectada por la
negación si se encuentra presente la otra. Saber y decir, demuestra Juana,
constituyen campos enfrentados para una mujer; toda simultaneidad de esas dos
acciones acarrea resistencia y castigo. Decir que no se sabe, no saber decir,
no decir que se sabe, saber sobre el no decir: esta serie liga los sectores
aparentemente diversos del texto (autobiografía, polémica, citas) y sirve de
base a dos movimientos fundamentales que sostienen las tretas que examinaremos:
en primer lugar, separación del campo del saber del campo del decir; en segundo
lugar, reorganización del campo del saber en función del no decir (callar).
Primero: separación de saber y
decir. Juana escribe al Obispo que lo que le demoró la respuesta era no saber
responder “algo digno de vos” y “no saber agradeceros” la publicación de su
propio texto. Juana dice de entrada que no sabe decir. El no saber conduce al
silencio y se liga con él; pero aquí se trata de un no saber decir relativo y
posicional: no se sabe decir frente al que está arriba, y ese no saber implica
precisamente el reconocimiento de la superioridad del otro. La ignorancia es,
pues, una relación social determinada transferida al discurso: Juana no sabe
decir en posición de subalternidad. Las voces de las autoridades supremas lo
confirman: Santo Tomás “callaba porque nada sabía decir digno de Alberto”; a la
“madre de Bautista se le suspendió el discurso” cuando la visitó “la madre del
Verbo”, y Juana añade: “Sólo responderé que no sé qué responder, sólo
agradeceré diciendo que no soy capaz de agradeceros”. Este es también un lugar,
un locus retórico denominado “modestia afectada”; no nos interesa como tal sino
en la medida en que magnifica al otro y lo marca con un exceso que produce no
saber decir.
La carta de Juana contiene, por
lo menos, tres textos: 1) lo que escribe directamente al Obispo; 2) lo que se
ha leído como su autobiografía intelectual; y 3) la polémica sobre la sentencia
de Pablo: callen las mujeres en la iglesia. Tres zonas en constante relación de
contradicción, tres registros significantes que transforman el registro de los
enunciados. Todo lo dirigido al Obispo implica la aceptación plena del lugar
subalterno asignado socialmente y el intento de callar, no decir, no saber
(dice, por ejemplo, en la confesión que dirige al Obispo, que entró en religión
para “sepultar con mi nombre mi entendimiento y sacrificárselo sólo a quien me
lo dio”, pues había pedido a Dios que le quite la inteligencia, “dejando sólo
lo que basta para guardar su Ley, pues lo demás sobra, según algunos, en una
mujer; y aún hay quien diga que daña”. Pero en el interior del texto
autobiográfico afirma casi inmediatamente que entró en religión por la “total
negación que tenía al matrimonio”). Aquí, en la biografía, escribe que calla,
estudia y sabe. Nos interesa ésta en la medida en que dibuja otro espacio del
texto, el propio, despojado de retórica, y donde escribe lo que no dice en las
otras zonas. Su historia, que ella narra como historia de su pasión de
conocimiento, aparece para nosotros como una típica autobiografía popular o de
marginales: un relato de las prácticas de resistencia frente al poder. (Observemos,
además: un género menor, la autobiografía, en el interior de otro, la carta.)
Nos interesa la primera escena, que emerge como el punto de partida de su
epistemofilia: cuenta que engañó a la maestra (“le dije que mi madre ordenaba
me diese lección”) y que guardó silencio ante la madre: “y supe leer en tan
breve tiempo, que ya sabía cuando lo supo mi madre...” “y yo callé”. Su primer
encuentro con lo escrito se condensa, en la biografía, en no decir que sabe.
La autoridad materna y el
superior se ligan así estrechamente: en esos a quienes no se dice, al Obispo
por no saber decir, y a la madre “y yo callé, creyendo que me azotarían por
haberlo hecho sin orden”. El silencio constituye su espacio de resistencia ante
el poder de los otros. Lo mismo ocurre con las escrituras sagradas que Sor
Filotea le aconseja estudiar: Juana reitera el no decir por no saber y ahora,
otra vez, por miedo al castigo; hablar de asuntos sagrados se le hace imposible
“por temor y reverencia”, por peligro de herejía: “Dejen eso para quien lo
entienda, que yo no quiero ruido con el Santo Oficio, que soy ignorante y
tiemblo de decir alguna proposición malsonante o torcer la genuina inteligencia
de algún lugar”. (Una digresión: aquí surge la relación de la Respuesta con el
único texto que, según escribe Juana allí mismo, escribió por gusto: El Sueño o
Primero Sueño. La Respuesta puede leerse en uno de sus cortes como un
comentario al poema en la medida en que éste desarrolla una teoría del
conocimiento y del impulso epistemológico, y a la vez postula la incapacidad de
captar lo Absoluto. Tanto la Respuesta como el Primero Sueño se abren con el
tema del mutismo y el silencio; en el poema el silencio se constituye, además,
en punto final: en la cumbre del entendimiento, perplejo, calla.)
Hay así tres instancias
superiores: la madre, el Obispo y el Santo Oficio, que imponen temor y generan
no decir: no decir que se sabe (la madre), decir que no se sabe decir (al
Obispo), y no decir por no saber (el campo de la teología). En el primer caso
ella estaba en proceso de saber, en el segundo escribe la Respuesta y exhibe en
citas su saber, y en el tercero se mueve precisamente la Carta Atenagórica, a
propósito de cuya publicación escribe ésta. El movimiento consiste en
despojarse de la palabra pública: esa zona se funde con el aparato
disciplinario, y su no decir surge como disfraz de una práctica que aparece
como prohibida. Juana decide entonces que el publicar, punto más alto del
decir, no le interesa. Lo que una cultura postula como su zona valorada y
dominante, allí es donde Juana dice “no sé”, no digo, me abstengo, y marca otra
vez que decir, escribir, publicar (que ahora constituye una serie) es una
exigencia que proviene de los otros y se liga con la violencia: “Y, a la
verdad, yo nunca he escrito, sino violentada y forzada y sólo por dar gusto a
otros; no sólo sin complacencia, sino con positiva repugnancia”.
El decir público está ocupado por
la autoridad y la violencia: otro es el que da y quita la palabra. El Obispo
publica (y ella a la vez que agradece protesta: no quiero publicar, me
fuerzan); el Obispo escribe (y ella: no sé responderos); el Obispo ordena
estudiar lo sagrado (y ella: no sé, tengo miedo). Juana, en tanto mujer, dice
que es aquella en quien se otorga y se quita y se exige la palabra (pensemos en
la confesión), no quien la toma como su dueña. Nos interesa especialmente el
gesto del superior que consiste en dar la palabra al subalterno; hay en
Latinoamérica una literatura propia, fundada en ese gesto. Desde la literatura
gauchesca en adelante, pasando por el indigenismo y los diversos avatares del
regionalismo, se trata del gesto ficticio de dar la palabra al definido por
alguna carencia ( sin tierra, sin escritura), de sacar a luz su lenguaje
particular. Ese gesto proviene de la cultura superior y está a cargo del
letrado, que disfraza y muda su voz en la ficción de la transcripción, para
proponer al débil y subalterno una alianza contra el enemigo común. Es muy
posible que la publicación de la carta respondiera precisamente a la necesidad
del Obispo de enfrentar a los otros. El gesto del Obispo, que se disfraza de
Sor Filotea de la Cruz para escribir a Juana, es la transferencia a la carta
del gesto de la publicación de la palabra del débil: él tapa su nombre-sexo
para abrir la palabra de la mujer y publica, dándole nombre, el escrito de
Juana (ella, a su vez, dio la palabra a los indios en sus poemas). Pero el dar
la palabra y el identificarse con el otro para constituir una alianza implican
una exigencia simultánea: el débil debe aceptar el proyecto del superior. El
Obispo, que horizontaliza las relaciones con Juana al tomar nombre femenino,
quiere recuperarla para el campo sagrado y que abandone lo que no cuadra a la
religión. Si se llama Filotea (amante de Dios) es porque desde ese lugar es
posible escribir a Sor Filosofía (amante del saber, autora de la carta digna
del saber ateniense). El seudónimo del Obispo y la publicación del
texto-polémica constituyen la definición misma del proyecto que tiene para Sor
Juana. Y allí es donde ella erige su cadena de negaciones: no decir, decir que
no sabe, no publicar, no dedicarse a lo sagrado. En este doble gesto se
combinan la aceptación de su lugar subalterno (cerrar el pico las mujeres), y
su treta: no decir pero saber, o decir que no sabe y saber, o decir lo
contrario de lo que sabe. Esta treta del débil, que aquí separa el campo del
decir (la ley del otro) del campo del saber (mi ley) combina, como todas las
tácticas de resistencia, sumisión y aceptación del lugar asignado por el otro,
con antagonismo y enfrentamiento, retiro de colaboración.
Juana hace entrar en
contradicción saber y decir; ese es el punto de partida de la cadena de
contradicciones que proliferan en el texto. Su lugar propio es el del decir y
el saber; si escribir es “fuerza ajena”, “lo mío es la inclinación a las
letras”; no estudio para decir, enseñar, escribir, sino “para ignorar menos”. Y
cubre de silencio el espacio del saber: los libros son mudos (“sosegado
silencio de mis libros”, “teniendo sólo para maestro un libro mudo” dice en
tono de queja), la lectura se desarrolla desde San Ambrosio, maestro de San
Agustín, sin habla. Desde esa otra red, donde se juega ya no su decir sino su
verdadera práctica, Juana escribe sobre el silencio femenino.
Segundo movimiento: saber sobre
el no decir. Este movimiento implica una reorganización del campo del saber.
Para discutir la sentencia de Pablo sobre el silencio de las mujeres en la
iglesia, erige una doctrina de la lectura (no propia, no revulsiva sino
estrictamente escolástica) que niega la división entre saber profano y saber
sobre el más allá, en un árbol de las ciencias (a la manera de Raimundo Lulio)
en cuya cúspide se encuentran los textos sagrados. Para llegar a ellos y a la
teología, como le aconseja el Obispo, dice que “hay que subir por los escalones
de las ciencias y las artes humanas; porque ¿cómo entenderá el estilo de la
Reina de las Ciencias quien aún no sabe el de las ancillas?”. Y enumera:
lógica, retórica, física, aritmética, geometría, arquitectura, historia,
derecho, música, astrología. Estas ciencias están encadenadas unas con otras.
En el registro de su biografía cuenta las dificultades que tuvo para estudiar
estas ciencias (esclavas, puesto que sin ellas no hay altura); le prohibieron
durante tres meses el estudio, pero (el gesto de la resistencia) “aunque no
estudiaba en libros, estudiaba en todas las cosas que Dios crió, sirviéndome
ellas de letras, y de libro toda esta máquina universal”. Siempre es posible,
entonces, anexar otro espacio para el saber. No sólo no hay división entre
saber sagrado y profano, sino que no hay división entre estudiar en libros y en
la realidad. Ha descubierto “secretos naturales” mientras guisaba: “Veo que un
huevo se une y fríe en la manteca o aceite y, por el contrario, se despedaza en
almíbar”. Y finalmente, en la medida en que no hay división en su campo, no es
posible escindir mujeres y hombres para el saber, que sólo admite la diferencia
entre necios, ignorantes, soberbios por un lado, y sabios y doctos por el otro.
Juana encontró un espacio pues situado más allá de la diferencia de los sexos.
Y el conocimiento, adquirido en silencio, le permite leer de otro modo la
sentencia de Pablo sobre el silencio que deben guardar las mujeres: en la
iglesia primitiva, dice, ellas se enseñaban doctrina unas a las otras en los
templos, y el rumor de conocimiento confundía a los apóstoles cuando
predicaban. Por eso Pablo les llamó callar. “No hay duda que para la
inteligencia de muchos lugares es menester mucha historia, costumbres,
ceremonias, proverbios y aún maneras de hablar de aquellos tiempos en que se
escribieron, para saber sobre qué caen y a qué aluden algunas locuciones de las
divinas letras”. Juana nos da aquí una lección de crítica literaria e
ideológica; la verdad dogmática y el régimen jerárquico, nos dice, borran de lo
escrito la huella de la historia: a partir de una circunstancia concreta y
dada, se erigió un dogma autoritario y eterno, una ley trascendente sobre la
diferencia de los sexos. Este es su saber y decir sobre el silencio femenino.
Finalmente, acepta que las
mujeres no hablen en los púlpitos y en las lecturas públicas, pero defiende la
enseñanza y el estudio privado (defiende su escritura en verso y la polémica
con Vieyra). Aceptar, pues, la esfera privada como campo “propio” de la palabra
de la mujer, acatar la división dominante pero a la vez, al constituir esa
esfera en zona de la ciencia y la literatura, negar desde allí la división
sexual. La treta (otra típica táctica del débil) consiste en que, desde el
lugar asignado y aceptado, se cambia no sólo el sentido de ese lugar sino el
sentido mismo de lo que se instaura en él. Como si una madre o ama de casa
dijera: acepto mi lugar pero hago política o ciencia en tanto madre o ama de
casa. Siempre es posible tomar un espacio desde donde se puede practicar lo
vedado en otros; siempre es posible anexar otros campos e instaurar otras
territorialidades. Y esa práctica de traslado y transformación reorganiza la
estructura dada, social y cultural: la combinación de acatamiento y
enfrentamiento podían establecer otra razón, otra cientificidad y otro sujeto
del saber. Ante la pregunta de por qué no ha habido mujeres filósofas puede
responderse entonces que no han hecho filosofía desde el espacio delimitado por
la filosofía clásica sino desde otras zonas, y si se lee o se escucha su
discurso como discurso filosófico, puede operarse una transformación de la
reflexión. Lo mismo ocurre con la práctica científica y política.
Desde la carta y la
autobiografía, Juana erige una polémica erudita. Ahora se entiende que estos
géneros menores (cartas, autobiografías, diarios), escrituras límite entre lo
literario y lo no literario, llamados también géneros de la realidad, sean un
campo preferido de la literatura femenina. Allí se exhibe un dato fundamental:
que los espacios regionales que la cultura dominante ha extraído de lo
cotidiano y personal y ha constituido como reinos separados (política, ciencia,
filosofía) se constituyen en la mujer a partir precisamente de lo considerado
personal y son indisociables de él. Y si lo personal, privado y cotidiano se
incluyen como punto de partida y perspectiva de los otros discursos y
prácticas, desaparecen como personal, privado y cotidiano: ése es uno de los
resultados posibles de las tretas del débil.
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